martes, 10 de noviembre de 2015

Vagancias otoñales


Led Zeppelin - Ramble on (1969)

Hacia las cuatro de la tarde me ha llamado el dueño de la masía-bodega donde ocasionalmente he estado trabajando estos últimos meses, vendimiando, bazuqueando, prensando vino, embotellando el de años anteriores, tumbando las botellas, etc… es interesante ir participando y experimentando todo el proceso.

Me ha pedido que fuese allí, porque él no podía acudir y la au-pair de sus hijos no conseguía levantar la puerta de la bodega para entrar. “Y ya que estás, si quieres, puedes terminar de tumbar las botellas que quedan en palet”. Ok.

La chica tenía que entrar para recoger un par de cosas e irse pitando a por los niños, a la escuela. Me ha dicho que no tardaría, y que mejor me quedaba yo la llave.

El trabajo que me quedaba pendiente ha durado una hora. Al terminar y cerrarlo todo, ella todavía no había regresado, y no tenía ni idea de si lo haría pronto o tarde. He llamado al jefe para ver si me iba y dejaba la llave en algún sitio, pero no cogía la llamada.

Atrapado en el paraíso.

La tarde era espectacular. Es una gran casa de campo sobre un suave promontorio, rodeada de viñedos y bancales, a cierta distancia, y más de cerca por árboles, principalmente grandes nogales y cipreses. Está situada a unos tres km de cada uno de los dos pueblos más cercanos. Todo ello en medio de un valle que, por un lado, es abrazado por la gran sierra de Mariola. Cerca, se ven una vieja ermita y la caseta abandonada de lo que debió ser un apeadero del tren. La antigua vía, ahora asfaltada, pasa muy cerca, y de ahí al pueblo es preciosa, con tramos de árboles a ambos lados, y por momentos hundida entre bancales o elevada sobre ellos. Como un km más lejos, se encuentra el actual trazado de la vía ferroviaria.

Las tres perras habían venido a saludarme hacía media hora, a pedirme caricias y masajes, pero ahora estarían explorando por ahí. Las gatas estarían encerradas arriba, en el enorme trastero. Se estaba poniendo el sol, al fondo del paisaje otoñal. Aquí, estos días, no hace frío todavía. La viña y los árboles estaban medio pelados, pero el colorido era hermoso. Las típicas hojas rojas, marrones y amarillas, la hierba verde. Cielo azul y despejado, con algunos cirros. Esos momentos en que todo se pone amarillo, las paredes, el metal del coche, el suelo…

Un momento ideal para desconectar de mi adicción a internet y a escuchar música todo el tiempo. He decidido esperarla. Qué remedio. Pero no me molestaba, no había prisa. Al principio lamentaba no haber traído ningún libro. Alguna vez he estudiado inglés allí, después de comer en una jornada de vendimia, a la sombra de la parte trasera en agosto, con la brisa moviendo altas hierbas y las hojas del manzano, sentado a la entrada de la cochera, y ha sido una sensación muy placentera.

Me he acostado junto a la entrada de la bodega, y he pensado que era la clase de situación que la gente suele referir como “punto de inflexión”, “momento revelador”, el típico momento en que reflexionas y descubres lo que quieres hacer durante el resto de tu vida. Así que, al parecer, eso debería estar cociéndose ahora.

Bien, el otro día pensaba que, tras haber estado trabajando en el campo, al aire libre, en la naturaleza, jamás podré volver a hacerme a la idea de currar en fábricas. Que me deprimiré a la primera semana.

Luego he recordado un momento de hace casi ocho años. Sufría mobbing por parte de veteranos de la fábrica donde trabajaba desde hacía dos meses. Era el cabeza de turco. Salí una madrugada de marzo, a las 6 y casi media, todavía completamente de noche. El polígono estaba muy silencioso. La noche, despejada, llena de estrellas. Junto a la fábrica, al otro lado de la calle, había un solar descampado, donde un par de vagabundos con síndrome de Diógenes, o algo así, acumulaban todo tipo de desechos. Los vi durmiendo plácidamente. Habían situado un par de colchones, uno junto a la pared de la fábrica, en una parte ancha de acera, encarada al descampado, y el otro bajo un árbol. No hacía frío, y estaban bien cubiertos con mantas. A lo lejos se oía el murmullo decreciente de un coche por la carretera, y sonó alguna remota campanada. Lo que más me apetecía del mundo era acostarme allí mismo, en un colchón similar y con una manta así. Les tuve envidia por dormir así, al raso, en medio del pueblo, con esos tenues sonidos de fondo, y eso que mi vivienda estaba a cinco minutos a pie. Me gusta la soledad, y la naturaleza, pero sin alejarme demasiado de la humanidad, y de las comodidades occidentales. No me cambiaría por ellos más que esporádicamente, efímeramente. Pero sí que hay veces que… por una noche…

Me viene a la cabeza un párrafo de Hermann Hesse en la novela “Narciso y Goldmundo” de 1930:

   Un vagabundo puede ser delicado o tosco, hábil o torpe, valiente o medroso, pero, en el fondo, es siempre un niño, vive constantemente en el primer día, antes del comienzo de la historia del mundo, y se guía por unos pocos, sencillos impulsos y necesidades. Puede ser inteligente o corto de alcances, puede tener un alma zahorí que acierte a descubrir cuán quebradiza y pasajera es toda vida y en qué manera pobre y angustiosa lleva todo ser vivo su miajilla de sangre cálida a través del hielo del universo; o bien puede reducirse a obedecer infantil y ávidamente los mandatos de su pobre estómago; en todo caso, será siempre antagonista y enemigo mortal del hombre acomodado y sedentario, que le odia, desprecia y teme porque no quiere que se le recuerde la fugacidad de todo ser, el continuo declinar de toda vida, la muerte implacable y fría que llena el mundo en torno nuestro.

Quizá a los 80 años, un buen día, se me haga la luz, y sepa a qué me quiero dedicar durante el resto de mi vida.


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