Hay
épocas en que dejo de intentar elaborar comentarios que no me nacen. Lo veo
como un descanso.
El
problema es que hay que ser sociable, y quieres serlo como todo el mundo. Necesitas
ser capaz de generar respuestas ingeniosas, irónicas, que hagan reír o sonreír,
y que expresen clara y elegantemente lo que sientes, sin sonar demasiado
radical.
Hoy
ha tocado simulacro de incendio durante la clase de inglés. Fuera de la
escuela, la situación pedía bromear. Algunas chicas me miraban, ofreciéndome
ocasión de realizar algún aporte a la conversación. Todavía no nos conocemos
gran cosa. Y yo seguía completamente en blanco, sonriendo, teniendo claro que
no se me iba a ocurrir nada, y sin ganas de agobiarme demasiado por ello.
Vertiendo mi necesidad de rebeldía contra el imperativo social de “que hay que
hablar”…, ya que es imposible rebelarme contra mi falta de verborrea,
imperativo biológico. Simplemente acostumbrado a que, de donde no hay, nada vas
a sacar.
Vuelvo
a casa y me pongo a leer páginas interesantes de blogs, cuyos otros visitantes
responden cordiales y amables, con mayor o menor gracejo o elegancia, cada uno
con su estilo, pero todos han improvisado alguna respuesta elocuente. Y me sabe
mal irme sin decirle al autor lo mucho que me ha gustado el post, pero necesito
evitarme el ridículo de ir soltando obviedades, sin más.
Aunque
no comente, casi siempre podréis contar con mi sonrisa.
Hacia
las cuatro de la tarde me ha llamado el dueño de la masía-bodega donde
ocasionalmente he estado trabajando estos últimos meses, vendimiando,
bazuqueando, prensando vino, embotellando el de años anteriores, tumbando las
botellas, etc… es interesante ir participando y experimentando todo el proceso.
Me
ha pedido que fuese allí, porque él no podía acudir y la au-pair de sus hijos
no conseguía levantar la puerta de la bodega para entrar. “Y ya que estás, si
quieres, puedes terminar de tumbar las botellas que quedan en palet”. Ok.
La
chica tenía que entrar para recoger un par de cosas e irse pitando a por los
niños, a la escuela. Me ha dicho que no tardaría, y que mejor me quedaba yo la
llave.
El
trabajo que me quedaba pendiente ha durado una hora. Al terminar y cerrarlo
todo, ella todavía no había regresado, y no tenía ni idea de si lo haría pronto
o tarde. He llamado al jefe para ver si me iba y dejaba la llave en algún
sitio, pero no cogía la llamada. Atrapado en el paraíso.
La
tarde era espectacular. Es una gran casa de campo sobre un suave promontorio,
rodeada de viñedos y bancales, a cierta distancia, y más de cerca por árboles,
principalmente grandes nogales y cipreses. Está situada a unos tres km de cada
uno de los dos pueblos más cercanos. Todo ello en medio de un valle que, por un
lado, es abrazado por la gran sierra de Mariola. Cerca, se ven una vieja ermita
y la caseta abandonada de lo que debió ser un apeadero del tren. La antigua
vía, ahora asfaltada, pasa muy cerca, y de ahí al pueblo es preciosa, con
tramos de árboles a ambos lados, y por momentos hundida entre bancales o
elevada sobre ellos. Como un km más lejos, se encuentra el actual trazado de la
vía ferroviaria.
Las
tres perras habían venido a saludarme hacía media hora, a pedirme caricias y
masajes, pero ahora estarían explorando por ahí. Las gatas estarían encerradas
arriba, en el enorme trastero. Se estaba poniendo el sol, al fondo del paisaje
otoñal. Aquí, estos días, no hace frío todavía. La viña y los árboles estaban
medio pelados, pero el colorido era hermoso. Las típicas hojas rojas, marrones
y amarillas, la hierba verde. Cielo azul y despejado, con algunos cirros. Esos
momentos en que todo se pone amarillo, las paredes, el metal del coche, el
suelo…
Un
momento ideal para desconectar de mi adicción a internet y a escuchar música
todo el tiempo. He decidido esperarla. Qué remedio. Pero no me molestaba, no
había prisa. Al principio lamentaba no haber traído ningún libro. Alguna vez he
estudiado inglés allí, después de comer en una jornada de vendimia, a la sombra
de la parte trasera en agosto, con la brisa moviendo altas hierbas y las hojas
del manzano, sentado a la entrada de la cochera, y ha sido una sensación muy
placentera.
Me
he acostado junto a la entrada de la bodega, y he pensado que era la clase de
situación que la gente suele referir como “punto de inflexión”, “momento
revelador”, el típico momento en que reflexionas y descubres lo que quieres
hacer durante el resto de tu vida. Así que, al parecer, eso debería estar
cociéndose ahora.
Bien,
el otro día pensaba que, tras haber estado trabajando en el campo, al aire
libre, en la naturaleza, jamás podré volver a hacerme a la idea de currar en
fábricas. Que me deprimiré a la primera semana.
Luego
he recordado un momento de hace casi ocho años. Sufría mobbing por parte de veteranos
de la fábrica donde trabajaba desde hacía dos meses. Era el cabeza de turco. Salí una madrugada de
marzo, a las 6 y casi media, todavía completamente de noche. El polígono estaba
muy silencioso. La noche, despejada, llena de estrellas. Junto a la fábrica, al
otro lado de la calle, había un solar descampado, donde un par de vagabundos
con síndrome de Diógenes, o algo así, acumulaban todo tipo de desechos. Los vi durmiendo
plácidamente. Habían situado un par de colchones, uno junto a la pared de la
fábrica, en una parte ancha de acera, encarada al descampado, y el otro bajo un
árbol. No hacía frío, y estaban bien cubiertos con mantas. A lo lejos se oía el
murmullo decreciente de un coche por la carretera, y sonó alguna remota campanada. Lo
que más me apetecía del mundo era acostarme allí mismo, en un colchón similar y
con una manta así. Les tuve envidia por dormir así, al raso, en medio del
pueblo, con esos tenues sonidos de fondo, y eso que mi vivienda estaba a cinco
minutos a pie. Me gusta la soledad, y la naturaleza, pero sin alejarme
demasiado de la humanidad, y de las comodidades occidentales. No me cambiaría
por ellos más que esporádicamente, efímeramente. Pero sí que hay veces que… por
una noche…
Me
viene a la cabeza un párrafo de Hermann Hesse en la novela “Narciso y Goldmundo”
de 1930:
Un vagabundo puede ser delicado o tosco,
hábil o torpe, valiente o medroso, pero, en el fondo, es siempre un niño, vive
constantemente en el primer día, antes del comienzo de la historia del mundo, y
se guía por unos pocos, sencillos impulsos y necesidades. Puede ser inteligente
o corto de alcances, puede tener un alma zahorí que acierte a descubrir cuán
quebradiza y pasajera es toda vida y en
qué manera pobre y angustiosa lleva todo ser vivo su miajilla de sangre cálida
a través del hielo del universo; o bien puede reducirse a obedecer infantil
y ávidamente los mandatos de su pobre estómago; en todo caso, será siempre
antagonista y enemigo mortal del hombre acomodado y sedentario, que le odia,
desprecia y teme porque no quiere que se le recuerde la fugacidad de todo ser,
el continuo declinar de toda vida, la muerte implacable y fría que llena el
mundo en torno nuestro.
Quizá a los 80 años, un buen día, se me haga la luz, y sepa a qué me quiero dedicar durante el resto de mi vida.