martes, 27 de mayo de 2014

El Moldava - Bedrich Smetana, 1874





La República Checa es un pequeño y hermosísimo país que casi siempre se encuentra ocupado y secuestrado por alguna superpotencia cercana, ya sea el imperio Austro-Húngaro, la Alemania nazi o la Rusia comunista.

Smetana, máximo representante del nacionalismo checo, es uno de sus compositores más reconocidos internacionalmente, como Dvorak, Mahler, y Janácek.

Má vlast (Mi patria) es un conjunto de 6 poemas sinfónicos, entre los cuales destaca el segundo (I Vltava / El Moldava), compuesto en 1874 y dedicado al río que atraviesa el país y su capital, Praga.

El autor ya estaba completamente sordo cuando compuso estas piezas.

“La composición describe el curso del Moldava: el nacimiento en dos pequeños manantiales, el Moldava Frío y el Moldava Caliente, su unión, el discurrir a través de bosques y pastizales, a través de paisajes donde se celebra una boda campesina, la danza de las náyades a la luz de la luna; en las cercanías del río se alzan castillos orgullosos, palacios y ruinas. El Moldava se precipita en los Rápidos de San Juan, y después se ensancha de nuevo y fluye apacible hacia Praga, pasa ante el castillo Vyšehrad, y se desvanece majestuosamente en la distancia, desembocando en el Elba.”
(Smetana)

“El tema inicial, que representa los dos manantiales en que nace el Moldava, es interpretado con flauta. Más adelante se puede oír la sección de metales representando los sonidos de los cuernos de caza en un bosque, una polka que representa la danza de la boda campesina y las cuerdas representando la danza de las ninfas acuáticas. Los címbalos y timbales representan los rápidos de San Juan.” (Wikipedia)

En 2005 tuve el placer de recorrer en autobús los 550 km que separan Budapest y Praga. Es impresionante el contraste paisajístico entre los dos países que formaban la vieja Checoslovaquia. Al menos en las zonas atravesadas por la carretera que transitamos. Eslovaquia era muy llana y poco arbolada, como la Mancha pero en verde. En cambio, nada más entrar en la República Checa empiezas a estar rodeado de montañas y densos bosques que anidan pueblecitos idílicos.

Yo entonces todavía no había leído a Milan Kundera, quien tuvo que emigrar a París porque el régimen ruso había prohibido sus libros. El régimen cayó prácticamente a la par con el muro de Berlín, en 1989, pero hasta 2006 no volvió a estar permitida allí la edición de sus libros. Se hablaba orgullosamente sobre Kafka y Jan Neruda, escritores anteriores a la invasión rusa, pero Kundera y otros más actuales no existían.

Y nosotros creíamos estar visitando un país de lo más moderno y libre, seguramente del mismo modo en que casi todos los españoles hemos creído durante años vivir en democracia.



Os dejo también aquí otra versión, debido al vídeo, pero la que estoy acostumbrado a escuchar y me encanta es la de Karajan, arriba.

lunes, 19 de mayo de 2014

Mis últimas lecturas, desde enero de 2013.



De enero a noviembre leí El señor de las moscas (William Golding, 1954), El curioso incidente del perro a medianoche (Mark Haddon, 2004), ElDorado (Sánchez Dragó, 1961), Poeta en Nueva York (Federico García Lorca, 1930), El libro de la risa y el olvido (Milan Kundera, 1978), Sin destino (Imre Kertész, 1975), Anna Karénina (Lev Tolstói, 1877) y La máquina de follar (Charles Bukowski, 1972).

El de Haddon y el de Kundera son absolutamente geniales. Impredecibles y amenos, y narrados con verdadero talento.
El de Golding no está escrito con un estilo virtuoso, pero tiene uno de los finales más trepidantes que conozco. Me pareció comparable a El guardián entre el centeno: Agradable, ameno, aunque sin clase, sin una gran calidad narrativa.
El de Sánchez Dragó me sorprendió. Me encantó, algo que no esperaba, por ser su autor un personaje televisivo tan políticamente ambiguo.
El de Bukowski es de cuentos. Los hay muy buenos, principalmente hacia la segunda mitad del libro: “Notas sobre la peste”, “Animales hasta en la sopa”, “Un mal viaje”, “El gran juego de la yerba” y “Una conversación tranquila”.
El de Kertész es interesante. Ubicado en campos de concentración nazis, experiencia que sufrió el autor. Su protagonista es un adolescente húngaro judío.
Sobre el de Lorca no puedo decir gran cosa. Me cuesta entender la poesía.

En noviembre terminé de leer Anna Karénina. Su calidad es enorme, pero se hace pesado por la extensión, semejante a la del Quijote o el Tristram Shandy, y aproximadamente el doble de largo que Crimen y castigo, Rayuela, Rojo y negro, Los versos satánicos o Cien años de soledad.

También conseguí arrastradamente terminar Las flores del mal (Charles Baudelaire, 1857). Lo dicho, la poesía no es para mí.
Dejé a medias Los subterráneos (Jack Kerouak, 1958). Una novela sin pausas, sin punto y aparte, como ese colega plasta que no deja de hablar ni para respirar.

Entre noviembre y marzo tuve la suerte y el acierto de elegir muy bien lo que iba a leer. Fueron 8 novelas extraordinarias: Jacques el Fatalista (Denis Diderot, 1773), Rebelión en la granja (George Orwell, 1943), De ratones y hombres (John Steinbeck, 1937), Cristo de nuevo crucificado (Nikos Kazantzakis, 1948), La nada cotidiana (Zoé Valdés, 1995), Novela de ajedrez (Stefan Zweig, 1942), Beatriz y los cuerpos celestes (Lucía Etxebarria, 1998) y Una cuestión personal (Kenzaburo Oé, 1964).

El de Diderot es la mejor lectura de mi vida.
El de Orwell parece un símil animal de la revolución cubana. “Napoleón” es Castro y “Bola de nieve” es el Che. Luego caes en que se escribió quince o veinte años antes. Es de las novelas que van a más y terminan a un enorme nivel.
El de Steinbeck es corto, ameno, y tiene fama de contener uno de esos finales míticos. Yo añadiría que atención al personaje secundario Slim. Me impresionó esa caracterización.
El de Kazantzakis tiene el principio más intenso que conozco. Los primeros cuatro capítulos te pueden llegar a hacer llorar. Un pueblo griego ocupado por los turcos, los papeles para la representación de la pascua asignados entre sus ciudadanos, y un dilema moral, ayudar o no a la muchedumbre que llega huyendo de otra zona arrasada por los turcos.
El de Zoé Valdés, pasado un primer capítulo espeso, es un magnífico retrato de la vida en Cuba. Atención a los capítulos 6 (La Gusana), 7 (El Lince) y 8 (Las noches del Nihilista), uno de los mejores relatos eróticos que conozco.
El de Zweig es corto. Se lee en una tarde. Durante un viaje en barco, al antipático campeón mundial de ajedrez le sale un misterioso contrincante de altísimo nivel, que ha estado preso de los nazis.
El de Lucía Etxebarria es el drama de una chica bisexual, su relación con amistades, familia, y el mundo de las drogas, contada intercalando dos épocas distintas de su juventud. Muy bien escrito y con una trama intensa. Parece autobiográfico, supongo que lo es en parte.
El de Kenzaburo Oé trata un tema vivido por su autor: el nacimiento de un hijo con graves malformaciones, y la ineludible obligación de decidir si se le mantiene con vida o no.

Los mejores libros del año fueron estos 8 más el de Haddon, el de Kundera y el de Sánchez Dragó.
Aunque, valorando la calidad pura, y olvidando que llega a aburrir por extenso, el mejor es el de Tolstói, claro.

Desde marzo hasta ahora, no he tenido esa suerte y acierto. He empezado dos libros que se me han hecho pesados, espesos, ariscos, farragosos: Demasiada felicidad (Alice Munro, 2009) y Bajo el volcán (Malcolm Lowry, 1948), y otro que, al principio, me resultó lento y de escaso interés, y ha terminado siendo brutal: Pequeño teatro (Ana María Matute, 1943).

El de Matute fue escrito a sus 17 años, y aun así es con diferencia el mejor de los tres. Las primeras cien páginas, aproximadamente un tercio de la novela, son lentas y de escaso interés. Después mejora radicalmente. Se nota un cambio muy considerable en su fluidez. De golpe, se vuelve entretenida e interesante, y ya va aumentando gradualmente su intensidad. Al llegar a unos dos tercios de la obra, ya me tenía totalmente enganchado y me parecía muy buena. El último tercio es genial, muestra de un talento estratosférico, con personajes profundamente creíbles y un ritmo altísimo. Parece que la autora va creciendo, eclosionando como narradora, en paralelo al desarrollo de la obra.

Una canción que me ha parecido encajar, sintonizar especialmente con lo que cuenta la joven Matute, es Games (The Strokes, disco: Angles, 2011). 



El de Lowry empieza ya de mal rollo, con un largo prólogo para rebatir las críticas recibidas, alegando simbolismos, seguido de un primer capítulo ilegible e interminable, donde al final de cada página no se sabe qué ha sucedido en ella. Espero que mejore cuando consiga rebasar ese primer capítulo.

El de Munro es de cuentos. Se enrolla demasiado, alargando excesivamente las historias. Es muy descriptiva, algo que no criticaría si la acción se saliese un poco más de lo rutinario y normal. Cada cuento alterna momentos entretenidos con momentos soporíferos, como si mi abuela se empeñase en contarme el árbol genealógico de los vecinos. Se la suele comparar con Chéjov, así que he vuelto a coger el libro de cuentos del ruso, y creo que exageran bastante quienes les comparan. Chéjov es más fluido que Munro. Si la novela de Matute pecaba de precocidad, el libro de Munro parece pecar de senilidad, la misma sensación que me produjo el Viaje al oriente de Hesse (1933).

También, por insistencia de un gran amigo, leí parte de El Secreto (Rhonda Byrne), uno de esos camelos espiritualoides repetitivos, con tapas antimisiles y aspecto opulento (para disimular la ausencia de contenido).

La prioridad por leer novelas me ha hecho llevar poco a poco el genial Sobre el olvidado siglo XX, del historiador político Tony Judt, año 2006. En cuanto empiezo algún capítulo, es imposible dejarlo hasta que concluye. Judt es el autor del imprescindible Algo va mal (2009).

Asimismo, poco a poco, voy leyendo Tierra de saqueo (Sergi Castillo, 2013), la interesantísima obra periodística que desgrana toda la historia conocida de la trama Gürtel.

Mis próximas lecturas van a ser Pedro Páramo (Juan Rulfo, 1955) y Tierra desacostumbrada (Jumpha Lahiri, 2008).