De enero a noviembre leí El señor de las moscas (William Golding, 1954), El curioso incidente del perro a medianoche
(Mark Haddon, 2004), ElDorado
(Sánchez Dragó, 1961), Poeta en Nueva
York (Federico García Lorca, 1930), El
libro de la risa y el olvido (Milan Kundera, 1978), Sin destino (Imre Kertész, 1975), Anna Karénina (Lev Tolstói, 1877) y La máquina de follar (Charles Bukowski, 1972).
El de Haddon y el de Kundera son absolutamente geniales.
Impredecibles y amenos, y narrados con verdadero talento.
El de Golding no está escrito con un estilo virtuoso, pero
tiene uno de los finales más trepidantes que conozco. Me pareció comparable a El guardián entre el centeno:
Agradable, ameno, aunque sin clase, sin una gran calidad narrativa.
El de Sánchez Dragó me sorprendió. Me encantó, algo que no
esperaba, por ser su autor un personaje televisivo tan políticamente ambiguo.
El de Bukowski es de cuentos. Los hay muy buenos,
principalmente hacia la segunda mitad del libro: “Notas sobre la peste”,
“Animales hasta en la sopa”, “Un mal viaje”, “El gran juego de la yerba” y “Una
conversación tranquila”.
El de Kertész es interesante. Ubicado en campos de
concentración nazis, experiencia que sufrió el autor. Su protagonista es un adolescente húngaro judío.
Sobre el de Lorca no puedo decir gran cosa. Me cuesta
entender la poesía.
En noviembre terminé de leer Anna Karénina. Su calidad es enorme, pero se hace pesado por la
extensión, semejante a la del Quijote
o el Tristram Shandy, y aproximadamente
el doble de largo que Crimen y castigo,
Rayuela, Rojo y negro, Los versos
satánicos o Cien años de soledad.
También conseguí arrastradamente terminar Las flores del mal (Charles Baudelaire,
1857). Lo dicho, la poesía no es para mí.
Dejé a medias Los
subterráneos (Jack Kerouak, 1958). Una novela sin pausas, sin punto y aparte,
como ese colega plasta que no deja de hablar ni para respirar.
Entre noviembre y marzo tuve la suerte y el acierto de
elegir muy bien lo que iba a leer. Fueron 8 novelas extraordinarias: Jacques el Fatalista (Denis Diderot,
1773), Rebelión en la granja (George
Orwell, 1943), De ratones y hombres
(John Steinbeck, 1937), Cristo de nuevo
crucificado (Nikos Kazantzakis, 1948), La
nada cotidiana (Zoé Valdés, 1995), Novela
de ajedrez (Stefan Zweig, 1942), Beatriz
y los cuerpos celestes (Lucía Etxebarria, 1998) y Una cuestión personal (Kenzaburo Oé, 1964).
El de Diderot es la mejor lectura de mi vida.
El de Orwell parece un símil animal de la revolución cubana.
“Napoleón” es Castro y “Bola de nieve” es el Che. Luego caes en que se escribió
quince o veinte años antes. Es de las novelas que van a más y terminan a un
enorme nivel.
El de Steinbeck es corto, ameno, y tiene fama de contener uno de
esos finales míticos. Yo añadiría que atención al personaje secundario Slim. Me
impresionó esa caracterización.
El de Kazantzakis tiene el principio más intenso que
conozco. Los primeros cuatro capítulos te pueden llegar a hacer llorar. Un
pueblo griego ocupado por los turcos, los papeles para la representación de la
pascua asignados entre sus ciudadanos, y un dilema moral, ayudar o no a la
muchedumbre que llega huyendo de otra zona arrasada por los turcos.
El de Zoé Valdés, pasado un primer capítulo espeso, es un
magnífico retrato de la vida en Cuba. Atención a los capítulos 6 (La Gusana), 7 (El Lince) y 8
(Las noches del Nihilista), uno de los mejores relatos eróticos que conozco.
El de Zweig es corto. Se lee en una tarde. Durante un viaje
en barco, al antipático campeón mundial de ajedrez le sale un misterioso
contrincante de altísimo nivel, que ha estado preso de los nazis.
El de Lucía Etxebarria es el drama de una chica bisexual, su
relación con amistades, familia, y el mundo de las drogas, contada intercalando
dos épocas distintas de su juventud. Muy bien escrito y con una trama intensa.
Parece autobiográfico, supongo que lo es en parte.
El de Kenzaburo Oé trata un tema vivido por su autor: el
nacimiento de un hijo con graves malformaciones, y la ineludible obligación de
decidir si se le mantiene con vida o no.
Los mejores libros del año fueron estos 8 más el de Haddon, el
de Kundera y el de Sánchez Dragó.
Aunque, valorando la calidad pura, y olvidando que llega a aburrir por extenso,
el mejor es el de Tolstói, claro.
Desde marzo hasta ahora, no he tenido esa suerte y acierto.
He empezado dos libros que se me han hecho pesados, espesos, ariscos,
farragosos: Demasiada felicidad (Alice
Munro, 2009) y Bajo el volcán (Malcolm
Lowry, 1948), y otro que, al principio, me resultó lento y de escaso interés, y ha terminado siendo brutal: Pequeño teatro (Ana
María Matute, 1943).
El de Matute fue escrito a sus 17 años, y
aun así es con diferencia el mejor de los tres. Las primeras cien páginas, aproximadamente
un tercio de la novela, son lentas y de escaso interés. Después mejora radicalmente.
Se nota un cambio muy considerable en su fluidez. De golpe, se vuelve
entretenida e interesante, y ya va aumentando gradualmente su intensidad. Al
llegar a unos dos tercios de la obra, ya me tenía totalmente enganchado y me
parecía muy buena. El último tercio es genial, muestra de un talento
estratosférico, con personajes profundamente creíbles y un ritmo altísimo. Parece
que la autora va creciendo, eclosionando como narradora, en paralelo al
desarrollo de la obra.
Una canción que me ha parecido encajar, sintonizar especialmente
con lo que cuenta la joven Matute, es Games (The Strokes, disco: Angles, 2011).
El de Lowry empieza ya de mal rollo, con un largo prólogo
para rebatir las críticas recibidas, alegando simbolismos, seguido de un primer
capítulo ilegible e interminable, donde al final de cada página no se sabe qué
ha sucedido en ella. Espero que mejore cuando consiga rebasar ese primer
capítulo.
El de Munro es de cuentos. Se enrolla demasiado, alargando
excesivamente las historias. Es muy descriptiva, algo que no criticaría si la
acción se saliese un poco más de lo rutinario y normal. Cada cuento alterna
momentos entretenidos con momentos soporíferos, como si mi abuela se empeñase
en contarme el árbol genealógico de los vecinos. Se la suele comparar con Chéjov,
así que he vuelto a coger el libro de cuentos del ruso, y creo que exageran
bastante quienes les comparan. Chéjov es más fluido que Munro. Si la novela de
Matute pecaba de precocidad, el libro de Munro parece pecar de senilidad, la
misma sensación que me produjo el Viaje
al oriente de Hesse (1933).
También, por insistencia de un gran amigo, leí parte de El Secreto (Rhonda Byrne), uno de esos
camelos espiritualoides repetitivos, con tapas antimisiles y aspecto opulento
(para disimular la ausencia de contenido).
La prioridad por leer novelas me ha hecho llevar poco a poco
el genial Sobre el olvidado siglo XX,
del historiador político Tony Judt, año 2006. En cuanto empiezo algún capítulo,
es imposible dejarlo hasta que concluye. Judt es el autor del imprescindible Algo va mal (2009).
Asimismo, poco a poco, voy leyendo Tierra
de saqueo (Sergi Castillo, 2013), la interesantísima obra periodística que
desgrana toda la historia conocida de la trama Gürtel.
Mis próximas lecturas van a ser Pedro Páramo (Juan Rulfo, 1955) y Tierra desacostumbrada (Jumpha Lahiri, 2008).