Sergio es
imprudente, supongo que impulsivo. Ni cogió una chaqueta ni una sudadera. Llevaba camiseta de manga corta, sin pensar en el frío que podía hacer en Madrid. Tras
la primera hora de viaje hacia el interior, aunque rayaba el alba, iba
refrescando. Crecía el frío tal como avanzaba el día. Difícil de creer, con lo
cálida que había sido la noche en Alicante y, anteriormente, en Alcoy. Durante
la última parada, a una hora del destino, le hicimos ver que era poco
aconsejable entrar en la capital conduciendo con una camiseta reivindicativa
del Frente cívico y el 15M. Circulaban noticias como “La policía está interceptando
autobuses, identifican a sus ocupantes y les retienen en las afueras”. Le dejé
una camiseta sin mensajes que llevaba en la mochila.
Tras aparcar en la
periférica calle Baleares y haber caminado un kilómetro en busca de la boca de
metro más cercana, noté que no llevaba encima el móvil, y le pedí las llaves
del coche con la intención de regresar a ver si se me había caído allí. Me
confió un llavero enorme del cual colgaban numerosas llaves y un monedero. “No
lo pierdas, que ahí está todo mi dinero”. Le propuse soltar la llave del coche,
pero me respondió que no y tuve que llevármelo así, algo temeroso de ser
atracado por aquellas enmarañadas callejuelas, desorientado y corriendo para no
hacerles perder demasiado tiempo. Nos habíamos conocido siete horas antes, en
Alicante. Me sorprendió tamaña despreocupación. Por no perder un minuto
prefería que me llevase su dinero. Se lo confiaba a un recién conocido.
Al cabo de catorce
horas, de regreso a Alicante, le entró sueño y le sustituí al volante de su coche, puesto
que él mismo había pedido otro conductor. Pero antes de ponerme a conducir tuve
que limpiar el parabrisas y los limpias con agua y pañuelos de papel durante
unos minutos, ya que me parecía imposible conducir con tanta arena seca ante
los ojos. También hube de apartar las herramientas (llave inglesa, martillo,
etc…) que encontraban mis pies entre los pedales de embrague y freno.
De madrugada, en
Alicante, nos despedimos. Me sorprendió su emotivo abrazo. Era agradable, entrañable,
pero un tanto inesperado. Ya en mi coche, de regreso a Muro, Héctor me habló
maravillas sobre el grupo con quienes habíamos pasado las últimas veinticinco
horas: “Se implican en cualquier problema. Hacen todo lo posible por ayudar a
los necesitados, acuden a intentar parar desahucios, van a todas las
manifestaciones que pueden, son de lo que no hay…”.
Héctor entraba a
trabajar a las ocho, y le dejé en Cocentaina, ante su casa, a las siete y
media. El viaje tenía trazas de odisea. Yo me moría de sueño. La noche anterior
tampoco había sido capaz de dormir más de una hora, pues me había levantado a
las tres de la madrugada para recogerle y llegar a Alicante. Empalmaba dos días
y dos noches habiendo dormido una hora por noche, y conduciendo entre ambas noches
casi cinco horas.
Sergio será
imprudente a mi modo de ver, y no obstante, en los ámbitos más importantes,
sabe ver la realidad, preocuparse e implicarse. Es realmente inteligente, ya que
entiende de qué va la vida. Sobretodo me pareció muy buena persona. Existía un
gran contraste entre él y los anónimos personajes que gestionan páginas de
Facebook de corte sectario, con nombres como “Consciencia cuántica” o “Camino
al despertar”. Gente que habla tanto de amor y conciencia, pero nunca se hace
eco de la inminencia de una manifestación que podría ayudar a mejorar la
situación. Tan solo les interesa vender sus charlas místicas de autoayuda, sus
cursos de meditación o de yoga tántrico, sus libros sobre la falsísima “entrada
de la Tierra
en el cinturón de fotones de Alción”, y quizás también sumar adeptos a alguna
secta. Repiten la palabra consciencia como si su significado solo tuviese
relación con lo que ellos venden. Hablan de cambiar el mundo, pero pasan del
mundo.
Sergio estuvo con
casi todo el grupo en primera línea cuando los antidisturbios empezaron a
repartir porrazos a diestro y siniestro, ante el Congreso. Tan solo Héctor y yo
habíamos retrocedido unos metros porque nos veíamos venir el conflicto. Los
demás estaban acostumbrados a esa solidaridad apocalíptica con la multitud de
desconocidos. Me sorprendió el valor de Lisa, una rusa que hablaba el español
mejor que yo, cuando todo el día había afirmado que no quería recibir golpes ni
ser identificada por nada del mundo, ya que corría peligro de ser deportada, y
NO PODÍA volver a Rusia (a saber en qué problema con el dictatorial gobierno
ruso la habría metido su enorme valentía), y que iba a procurar no meterse en
líos. Sin embargo, el compromiso social le pesó más que la prudencia, aunque
afortunadamente se salió con la suya. Desarmados, sin ganas de violencia, pero
sabiendo que es inevitable, se mantienen allí delante, y luego NO presumen de
haber dado la cara más que otros. No esperan que tal día marcado por los
aztecas el mundo entre en una “nueva dimensión espiritual” o en una “era de
conciencia”. Actúan contra el destino más probable.
Después nadie
exaltaba su propia actuación. Se comentaba el evento como un hecho colectivo.
Y, por encima de todo, nadie habló de valores al estilo religioso. Simplemente
sentíamos la adrenalina, la emoción del riesgo experimentado, y el haber sido
parte de algo que apetecía relatar, un collage al cual cada uno agregaba su
pedacito en el restaurante de la gasolinera, ante otros viajeros: Madrid lleno
de policías, la multitud infinita de manifestantes cuyo final era imposible
discernir por las grandes avenidas, elevando la cabeza todo lo posible, mirando
adelante y atrás, no end, el inicio de las cargas policiales, el compañero que
lleva doce puntos de sutura en la cabeza, que hemos pasado hace un rato a
recogerle por el hospital donde ha pasado las últimas horas, la asistencia que
ha desbordado toda previsión, incontables miles de personas (hacia 30 o 40 mil),
aunque los medios mientan reduciéndonos a seis mil, los agentes que incluso se
han metido a repartir hostias entre quienes esperaban el tren en la estación de
Atocha, la gente que por una vez ha plantado cara a la policía llegando a
derribar vallas y a liarse a empujones y patadas, el largo rato perdido entre
desconocidos, sin poder localizar a nadie, habiendo huido desesperadamente de
la brutalidad, sin apenas batería en el móvil, las frases cantadas a todo
pulmón, el chico que probablemente quedará paralítico, el antidisturbios
derribado al que un chaval o dos han pateado…
No sé cómo podría
no querer a esta gente. No sé si nos volveremos a ver, éramos catorce, de entre
veinticinco y sesenta años aproximadamente, gente muy culta (oí comentar que
alguno que otro de ellos escribe artículos en páginas como “Attac” o
“Democracia real ya”), de algunos no he llegado a conocer ni el nombre, pero un
día tan intenso que culmina dos días sin apenas dormir, conduciendo esas cinco
horas en dos coches y entre dos noches, conociendo gente tan especial, la buena
charla y las risas en el coche con Sergio, Lisa y Héctor, y el formar parte de
una fecha histórica, digna de un cuadro de Delacroix o Goya, el 25-S de 2012,
el primero de varios “Rodea el congreso”, no se olvida.
Guns of Navarone (The Skatalites):
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