miércoles, 25 de diciembre de 2013

Conciencia. 25S.



   Sergio es imprudente, supongo que impulsivo. Ni cogió una chaqueta ni una sudadera. Llevaba camiseta de manga corta, sin pensar en el frío que podía hacer en Madrid. Tras la primera hora de viaje hacia el interior, aunque rayaba el alba, iba refrescando. Crecía el frío tal como avanzaba el día. Difícil de creer, con lo cálida que había sido la noche en Alicante y, anteriormente, en Alcoy. Durante la última parada, a una hora del destino, le hicimos ver que era poco aconsejable entrar en la capital conduciendo con una camiseta reivindicativa del Frente cívico y el 15M. Circulaban noticias como “La policía está interceptando autobuses, identifican a sus ocupantes y les retienen en las afueras”. Le dejé una camiseta sin mensajes que llevaba en la mochila.

   Tras aparcar en la periférica calle Baleares y haber caminado un kilómetro en busca de la boca de metro más cercana, noté que no llevaba encima el móvil, y le pedí las llaves del coche con la intención de regresar a ver si se me había caído allí. Me confió un llavero enorme del cual colgaban numerosas llaves y un monedero. “No lo pierdas, que ahí está todo mi dinero”. Le propuse soltar la llave del coche, pero me respondió que no y tuve que llevármelo así, algo temeroso de ser atracado por aquellas enmarañadas callejuelas, desorientado y corriendo para no hacerles perder demasiado tiempo. Nos habíamos conocido siete horas antes, en Alicante. Me sorprendió tamaña despreocupación. Por no perder un minuto prefería que me llevase su dinero. Se lo confiaba a un recién conocido.

   Al cabo de catorce horas, de regreso a Alicante, le entró sueño y le sustituí al volante de su coche, puesto que él mismo había pedido otro conductor. Pero antes de ponerme a conducir tuve que limpiar el parabrisas y los limpias con agua y pañuelos de papel durante unos minutos, ya que me parecía imposible conducir con tanta arena seca ante los ojos. También hube de apartar las herramientas (llave inglesa, martillo, etc…) que encontraban mis pies entre los pedales de embrague y freno.

   De madrugada, en Alicante, nos despedimos. Me sorprendió su emotivo abrazo. Era agradable, entrañable, pero un tanto inesperado. Ya en mi coche, de regreso a Muro, Héctor me habló maravillas sobre el grupo con quienes habíamos pasado las últimas veinticinco horas: “Se implican en cualquier problema. Hacen todo lo posible por ayudar a los necesitados, acuden a intentar parar desahucios, van a todas las manifestaciones que pueden, son de lo que no hay…”.

   Héctor entraba a trabajar a las ocho, y le dejé en Cocentaina, ante su casa, a las siete y media. El viaje tenía trazas de odisea. Yo me moría de sueño. La noche anterior tampoco había sido capaz de dormir más de una hora, pues me había levantado a las tres de la madrugada para recogerle y llegar a Alicante. Empalmaba dos días y dos noches habiendo dormido una hora por noche, y conduciendo entre ambas noches casi cinco horas.

   Sergio será imprudente a mi modo de ver, y no obstante, en los ámbitos más importantes, sabe ver la realidad, preocuparse e implicarse. Es realmente inteligente, ya que entiende de qué va la vida. Sobretodo me pareció muy buena persona. Existía un gran contraste entre él y los anónimos personajes que gestionan páginas de Facebook de corte sectario, con nombres como “Consciencia cuántica” o “Camino al despertar”. Gente que habla tanto de amor y conciencia, pero nunca se hace eco de la inminencia de una manifestación que podría ayudar a mejorar la situación. Tan solo les interesa vender sus charlas místicas de autoayuda, sus cursos de meditación o de yoga tántrico, sus libros sobre la falsísima “entrada de la Tierra en el cinturón de fotones de Alción”, y quizás también sumar adeptos a alguna secta. Repiten la palabra consciencia como si su significado solo tuviese relación con lo que ellos venden. Hablan de cambiar el mundo, pero pasan del mundo.

   Sergio estuvo con casi todo el grupo en primera línea cuando los antidisturbios empezaron a repartir porrazos a diestro y siniestro, ante el Congreso. Tan solo Héctor y yo habíamos retrocedido unos metros porque nos veíamos venir el conflicto. Los demás estaban acostumbrados a esa solidaridad apocalíptica con la multitud de desconocidos. Me sorprendió el valor de Lisa, una rusa que hablaba el español mejor que yo, cuando todo el día había afirmado que no quería recibir golpes ni ser identificada por nada del mundo, ya que corría peligro de ser deportada, y NO PODÍA volver a Rusia (a saber en qué problema con el dictatorial gobierno ruso la habría metido su enorme valentía), y que iba a procurar no meterse en líos. Sin embargo, el compromiso social le pesó más que la prudencia, aunque afortunadamente se salió con la suya. Desarmados, sin ganas de violencia, pero sabiendo que es inevitable, se mantienen allí delante, y luego NO presumen de haber dado la cara más que otros. No esperan que tal día marcado por los aztecas el mundo entre en una “nueva dimensión espiritual” o en una “era de conciencia”. Actúan contra el destino más probable.

   Después nadie exaltaba su propia actuación. Se comentaba el evento como un hecho colectivo. Y, por encima de todo, nadie habló de valores al estilo religioso. Simplemente sentíamos la adrenalina, la emoción del riesgo experimentado, y el haber sido parte de algo que apetecía relatar, un collage al cual cada uno agregaba su pedacito en el restaurante de la gasolinera, ante otros viajeros: Madrid lleno de policías, la multitud infinita de manifestantes cuyo final era imposible discernir por las grandes avenidas, elevando la cabeza todo lo posible, mirando adelante y atrás, no end, el inicio de las cargas policiales, el compañero que lleva doce puntos de sutura en la cabeza, que hemos pasado hace un rato a recogerle por el hospital donde ha pasado las últimas horas, la asistencia que ha desbordado toda previsión, incontables miles de personas (hacia 30 o 40 mil), aunque los medios mientan reduciéndonos a seis mil, los agentes que incluso se han metido a repartir hostias entre quienes esperaban el tren en la estación de Atocha, la gente que por una vez ha plantado cara a la policía llegando a derribar vallas y a liarse a empujones y patadas, el largo rato perdido entre desconocidos, sin poder localizar a nadie, habiendo huido desesperadamente de la brutalidad, sin apenas batería en el móvil, las frases cantadas a todo pulmón, el chico que probablemente quedará paralítico, el antidisturbios derribado al que un chaval o dos han pateado…   

   No sé cómo podría no querer a esta gente. No sé si nos volveremos a ver, éramos catorce, de entre veinticinco y sesenta años aproximadamente, gente muy culta (oí comentar que alguno que otro de ellos escribe artículos en páginas como “Attac” o “Democracia real ya”), de algunos no he llegado a conocer ni el nombre, pero un día tan intenso que culmina dos días sin apenas dormir, conduciendo esas cinco horas en dos coches y entre dos noches, conociendo gente tan especial, la buena charla y las risas en el coche con Sergio, Lisa y Héctor, y el formar parte de una fecha histórica, digna de un cuadro de Delacroix o Goya, el 25-S de 2012, el primero de varios “Rodea el congreso”, no se olvida.

   “Histórico” decían, de manera unánime. La manifestación de hace diez días, convocada por los sindicatos, fue totalmente mansa. La policía no había atacado porque había líderes sindicales, conchabados con el gobierno. Todo fue una parodia. En cambio, hoy era una incógnita lo que iba a suceder. Algo verdaderamente inquietante para el poder. El lema “rodea el congreso” destilaba una posible agresividad. Hoy el gobierno no sabía a ciencia cierta de qué iba la cosa. Nadie lo sabía. En general no se pensaba recurrir a la violencia, pero había cierta atmósfera de toma de la Bastilla, de “quién sabe... no llevamos armas ni protecciones, pero hay mucha gente cabreada”. Hoy la policía tenía órdenes de atacar a las 20:30 y disolvernos a las malas. Hoy ha habido secretas infiltrados para armar jaleo que diese argumentos a la represión policial. Pero hoy la gente ha mostrado carácter. Ha respondido a las agresiones. Ha presentado batalla durante una hora, y mucha gente, entre ellos nosotros, hemos seguido allí, ante el Congreso, algunas horas más. A desgana y lleno de inquietud en mi caso. Hubiese preferido irme tras las primeras cargas, hacia las 21:00. Pensaba que allí ya no pintábamos nada. Lo principal había pasado, y uno de nosotros era llevado al hospital por una de las ambulancias del Samur. Una periodista nos advertía que la policía estaba cargando en Atocha y en Huertas. La batería de mi móvil, que no duraba una mierda, casi me impide volver a localizar al grupo tras las cargas policiales, sin conocer para nada Madrid, poseyendo un mapa del centro donde no aparecía la periférica calle Baleares, donde habíamos aparcado. Al irnos, a las 24:30, todavía quedaban algunos centenares de personas, atentamente vigilados por excesivos policías. El helicóptero no había parado todavía de sobrevolar el centro de Madrid, todo el día, otro derroche de dinero público para combatir al pueblo, otro motivo de enojo, y otro detalle que alimentaba la exagerada sensación de verdadera revolución.

Guns of Navarone (The Skatalites):





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