Hará un año, uno de mis mejores amigos se quejaba, muy indignado, de que alguien le había roto el retrovisor del coche, y el muy sinvergüenza se había largado sin dejar una notita ni decir nada. Inmediatamente, me vino a la mente un recuerdo de adolescencia. Él y otro eran los más activos del grupo, los que llevaban la iniciativa, los líderes naturales. Cuando nos emborrachábamos, al otro le daba por pegar manotazo sin avisar a todos los timbres de cualquier bloque de pisos, lo que nos obligaba a todos a salir corriendo. Una noche, cuando teníamos 15 años, el verano del 93, entre ambos, golpearon los retrovisores de ocho o diez coches aparcados seguidos. No sé si destrozaron alguno. Sé que lo ha olvidado por completo. Recuerdo que pensé "cuando seáis mayores vais a criticar que los jóvenes hagan esto", pero no me atrevía a decir nada.
Siempre me prometí que yo no cambiaría tanto como los demás, que ni cometería actos vandálicos de joven, ni criticaría como adulto a la juventud por cosas normales. O por cosas que yo mismo hubiese hecho de joven. Uno de mis ideales de siempre es romper esa disociación entre el yo adolescente y el yo maduro. Evidentemente, entendía que, en cuestiones de experiencia vital, de habilidades y conocimientos, no me podía equiparar a mi yo futuro, pero entendía que no tenía por qué cambiar en temas de moral, de comportamiento y empatía. No le reprocho errores a mi yo adolescente. Sé que hizo lo que pudo con lo poco que sabía.
En el móvil no me aparece el vídeo de la entrada anterior, así que pruebo ahora con otro. El genial discurso de Tim Minchin.